Sobre la autoridad o la jerarquía eclesiástica, ¿que enseña la Epístola a los Gálatas? La Carta magna de la libertad cristiana, ¿justifica la rebeldía de Lutero, al paso que condena como una usurpación la potestad dominadora de los obispos y la autoridad soberana del Pontífice Romano? El Papa, según San Pablo, ¿es un Vicario o bien un adversario de Jesucristo?
Este problema es más vital para el cristianismo que el de la justificación por la fe; las soluciones opuestas que a él dan el catolicismo y el protestantismo constituyen la diferencia más radical que a entrambos divide. La importancia del problema justificará el empeño que pongamos en su estudio.
De un modo más general y comprensivo pudiéramos estudiar el problema, recogiendo todo cuanto en la Epístola a los Gálatas enseña San Pablo sobre la autoridad jerárquica de la Iglesia. En este sentido podríamos notar que toda la Epístola no es otra cosa que un ejercicio o actuación, al mismo tiempo que una apología, de la autoridad apostólica que para sí reclama San Pablo. Señalaríamos también el hecho significativo de que San Pablo reconoce en los jefes de la Iglesia madre de Jerusalén una autoridad superior a la suya. Mas, puesto que nuestro estudio más que exegético es teológico, prescindiremos por ahora de estos hechos secundarios, para concentrar toda nuestra atención en el problema fundamental y central de la autoridad que San Pablo reconoce en el apóstol San Pedro. Este problema es verdaderamente cuestión de vida o muerte, tanto para el protestantismo como para el catolicismo.
Los protestantes, así antiguos como modernos, han apelado frecuentemente a la Epístola a los Gálatas para hacer ver a los católicos que el Pedro de la Epístola, el Pedro real y auténtico, débil, inconsecuente, duramente reprendido por San Pablo, en nada se parece al jefe soberano de la Iglesia universal que ellos han fantaseado. Por otra parte, muchos teólogos católicos, contentos con los argumentos decisivos que en favor del primado de San Pedro suministran los Evangelios, por lo que toca a la Epístola a los Gálatas se han limitado a solventar la dificultad objetada por los protestantes. La solución de la dificultad basta, sin duda, para mantener en pie la tesis católica, abonada por otros argumentos más poderosos. Mas, pues la Epístola a los Gálatas nos ofrece un argumento positivo en favor del primado de San Pedro, ¿por qué contentarnos con una solución negativa? Si podemos revolver contra los adversarios las armas mismas que contra nosotros disparan, ¿por qué nos hemos de limitar a defendernos de sus tiros? La Epístola a los Gálatas nos invita a tomar la ofensiva; no es, por tanto, justo mantenerse a la defensiva. Dejando, pues, a un lado todas las otras consideraciones, nos proponemos demostrar que en la misma Epístola a los Gálatas nos da San Pablo repetidos testimonios de la autoridad suprema de San Pedro; testimonios, si se quiere, implícitos, tácitos, indirectos, mas no por eso menos eficaces, de la verdad católica, la cual, si en absoluto puede subsistir sin el apoyo de estos testimonios, queda, sin duda, con ellos más firmemente corroborada.
Tres son los testimonios que San Pablo da del primado de San Pedro: 1.18-19, la visita que le hizo pocos años después de su conversión; 2.7-9, el apostolado de la circuncisión, que en el concilio de Jerusalén él y todos los fieles reconocen en San Pedro; 2.11-15, el discurso mismo que contra San Pedro pronuncia poco después en Antioquía. Examinemos en particular cada uno de estos tres testimonios.
1. La visita de San Pablo a San Pedro
Escribe el Apóstol: Pasados tres años, subí a Jerusalén para visitar (gr. “historésai”) a Cefas, y estuve con él quince días. A otro de los demás apóstoles no vi sino a Santiago, el hermano del Señor (Gál. 1, 18‑19). Antes de examinar el valor teológico de este testimonio, es indispensable una breve exégesis de este importante pasaje.
Después de su largo retiro en la Arabia, San Pablo, vuelto a Damasco, sube desde allí a Jerusalén para visitar a Cefas. Que este Cefas sea San Pedro, hoy día nadie lo pone en duda, porque es evidente. Habla San Pablo de Cefas como de uno de los apóstoles, y entre los apóstoles no había otro Cefas más que Simón Pedro. Donde es de notar este nombre de Cefas, que sin más explicación da Pablo a Simón, hijo de Jonás. Se ve por aquí que el nombre arameo de Cefas que Jesucristo impuso a Simón, precisamente al prometerle la autoridad suprema sobre toda la Iglesia, se empleaba corrientemente aun en el mundo griego como su nombre propio. Si ya no preferimos decir que Pablo emplea enfáticamente el nombre de Cefas, para dar razón de la visita que le hizo, Corno si dijese: visité a Simón por ser el jefe supremo de la Iglesia. La palabra visitar, que hemos empleado a falta de otra más exacta, no reproduce adecuadamente la fuerza del verbo original “historésai”, que significa conocer de vista, tener una entrevista, visitar por atención y respeto. Con ello quiere decir San Pablo que deseó conocer personalmente a San Pedro, ofrecerle sus respetos y hablar detenidamente con él. Y con él estuvo quince días, hospedado, a lo que parece, en su misma casa. Con este interés en visitar y hablar a Cefas contrasta singularmente la actitud de Pablo respecto de los demás apóstoles. No sólo no tuvo el intento de visitarles, sino que ni siquiera les vio, a excepción de Santiago. La manera indirecta de mencionar, cómo por vía de preterición, el hecho de haber visto simplemente a Santiago, indica el carácter ocasional de este encuentro y la importancia secundaria que le atribuía San Pablo. Y esto que Santiago el obispo de Jerusalén y el hermano del Señor.
Notemos aquí dos dificultades que tuvo San Pablo: una, en el hecho mismo de subir a Jerusalén; otra, en la mención de este hecho, ambas muy significativas. Por una parte, subió a Jerusalén desde Damasco, de donde tuvo que huir con peligro de la vida, como se refiere en los Hechos (9,24‑26) y en la segunda a los Corintios (11,32‑33). Y al subir a Jerusalén bien podía prever San Pablo las desconfianzas o prevenciones que había de hallar en los fieles y la hostilidad de los judíos, como se refiere también en los Hechos (9,26‑30). De hecho, a los quince días tuvo que huir también de Jerusalén para no caer en manos de los judíos, que intentaban darle la muerte. En tales circunstancias, ir a Jerusalén sólo para visitar a San Pedro supone en San Pablo grandes deseos y mucho interés en verle. Por otra parte, esta visita la menciona San Pablo no para confirmar lo que va diciendo, sino a pesar de ser una dificultad contra su tesis. Trata de probar el Apóstol el origen divino de su Evangelio, no recibido ni aprendido de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo (Gál. 1,12). Por esto añade a continuación que luego de su conversión no subió a Jerusalén para recibir la enseñanza de los que antes que él eran apóstoles. Y, no obstante, pasados tres años, subió a Jerusalén para visitar a Pedro. Advierte, es verdad, que sólo estuvo con él quince días, tiempo realmente insuficiente para adquirir el pleno conocimiento del Evangelio que poseía, pero más que suficiente para poner de relieve el interés e importancia de la visita.
Examinemos ahora la significación de esta visita. Pablo, en circunstancias difíciles, va a Jerusalén sólo con el objeto de ver y hablar a Pedro, exclusivamente a Pedro. Pedro no era el obispo de Jerusalén, ni por sus dotes personales sobresalía tanto sobre los demás apóstoles. ¿Cuál pudo, pues, ser el objeto de semejante visita? Evidentemente no era ésta una visita de mera curiosidad. El carácter de San Pablo y la palabra misma que él emplea para expresar el objeto de esa visita excluyen semejante hipótesis. Tampoco se dirigió a Pedro para que él le instruyese en la doctrina del Evangelio. El mismo San Pablo excluye explícitamente semejante hipótesis. El verdadero motivo de la visita no pudo ser otro que la superioridad de Pedro sobre los demás apóstoles y su posición eminente en la Iglesia. El mismo Bengel, autor protestante, dice de Pedro, con ocasión de esta visita: «Hunc ergo Paulus ceteris antetulit» (“Pablo anteponía Pedro a los demás”) (In Gal. 1,18). Pero antes que él, y mejor que él, había escrito San Juan Crisóstomo, el mas insigne de los Padres orientales, aficionado como nadie al gran Apóstol de los gentiles: “Subió (a Jerusalén) como quien va a alguien superior y más anciano, y por solo ver el rostro de Pedro emprendió el camino… No para aprender algo de él, sino sólo para verlo y honrarlo con su presencia. No se dice “idéin”, es decir, para “ver” a Pedro, sino “historésai”, es decir, para “verlo y conocerlo”, al modo como se habla cuando alguien va a “ver y conocer” las grandes ciudades que visita: por eso juzgaba Pablo que valía la pena emprender semejante viaje con el solo fin de ver a ese hombre; fíjate qué benevolencia grande mostró con Pedro, ya que emprendió la peregrinación por su causa y se detuvo con él por un tiempo… Se ve que honra a Pedro y lo ama más que a cualquiera de los demás, ya que no se dice que subiese para ver a los demás apóstoles, sino sólo a Pedro” (MG 61,631‑632).
Por consiguiente, la visita de Pablo es un testimonio espléndido de la superioridad o supremacía de San Pedro, supremacía que le levanta por encima de todos los apóstoles: supremacía en Jerusalén, sobre el mismo obispo de Jerusalén; supremacía que se extiende fuera de los límites de Palestina sobre los fieles que viven en medio de la gentilidad; supremacía no fundada en sus propias dotes personales. Semejante supremacía no puede ser sino de dignidad o de autoridad. Y como en el Evangelio no existe supremacía de mera dignidad o de honor, contraria al ejemplo y a las prescripciones más apremiantes del divino Maestro (Mt. 20,24‑28; Mc. 10,41‑45; Lc. 22, 24‑27), hay que concluir que semejante supremacía era de autoridad o de jurisdicción. Ahora bien: la autoridad suprema de jurisdicción, exclusivamente propia de San Pedro entre todos los apóstoles, es lo que entendemos los católicos cuando hablamos del primado de San Pedro. Podemos concluir con San Juan Crisóstomo: “Pedro era eminente entre los apóstoles, boca de los discípulos y cabeza del grupo (gr. “kai korufé tou xoroú”) Por lo cual Pablo vino a ver a éste al margen de los demás” (In Io. hom.88 n.1: MG 59,478). Por esto, porque Pedro era singularmente distinguido entre los apóstoles, porque era el portavoz y como la boca de los discípulos, porque era la cumbre, la cabeza o el jefe del coro apostólico, Pablo, dejando a los demás apóstoles, subió a Jerusalén para visitar a Pedro.
2. San Pedro, «apóstol de la circuncisión»
Para entender exactamente el valor y significación del apostolado de la circuncisión, que San Pablo atribuye a San Pedro, hay que leer la relación que nos hace el Apóstol de su ¡da a Jerusalén para someter la aprobación de su Evangelio a los jefes de la Iglesia madre. Recogeremos solamente los conceptos más importantes para nuestro objeto:
Transcurridos catorce años subí de nuevo a Jerusalén... Subí conforme a una revelación. Y les expuse el Evangelio que predico entre los gentiles, y en particular a los que figuraban, por sí yo corría o había corrido en vano... Pues bien: los que figuraban nada me impusieron, sino al contrario, viendo que me había sido confiado el Evangelio de la incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión ‑pues el que infundió fuerza a Pedro para el apostolado de la circuncisión me la infundió también a mí para [el de] los gentiles‑, y reconociendo la gracia que me había sido dada, Santiago, Cefas y Juan, los que eran considerados como columnas, nos dieron las diestras [en prenda] de unión a mí y a Bernabé, de suerte que nosotros [evangelizásemos] a los gentiles, y ellos a la circuncisión (Gál. 2,1‑9).
Este pasaje, en que San Pablo parece equiparar su apostolado con el apostolado de Pedro, frecuentemente ha sido presentado como una dificultad contra la existencia de un primado de jurisdicción único y universal. No obstante, examinado atentamente, lejos de ser una dificultad contra el primado, es un argumento positivo en su favor. No será difícil el demostrarlo.
Mas antes notemos brevemente que el apostolado de que aquí se habla no significa, directamente a lo menos, potestad de jurisdicción, sino más bien el ministerio de la predicación. Y la distribución o demarcación de este apostolado entre Pedro y Pablo no es exclusiva y cerrada. Como San Pablo predicó con frecuencia a los judíos, así también San Pedro predicó no pocas veces el Evangelio a los gentiles. Con esta demarcación etnológica o geográfica sólo se señala el campo ordinario del ministerio evangélico asignado a los dos príncipes de los apóstoles.
Previa esta declaración, todo nuestro raciocinio se resume en estas afirmaciones: por una parte, San Pedro, como Apóstol de la circuncisión, posee la autoridad suprema sobre la Iglesia de los judío‑cristianos; por otra parte, San Pablo, el Apóstol de la incircuncisión, y con él toda la Iglesia de los cristianos venidos de la gentilidad, está sometido a la jurisdicción del Apóstol de la circuncisión. Conclusión de estas dos afirmaciones combinadas es que San Pedro era el jefe supremo de la Iglesia universal. Procedamos por partes.
A San Pedro atribuye San Pablo de un modo especial y característico el apostolado de la circuncisión. El apostolado en este caso, como ya hemos advertido, directamente sólo significa el ministerio de la predicación evangélica. Es verdad. Pero preguntamos: ¿por qué razón semejante apostolado se atribuye con especialidad, y aun con cierta exclusión, a Pedro? Porque, claro está, no era Pedro solamente el que predicaba el Evangelio a los judíos. Por tanto, si el ejercicio de este apostolado no era exclusivo de San Pedro, la razón de atribuirlo especial y aun exclusivamente a San Pedro no puede ser otra sino que San Pedro tenía el gobierno o dirección suprema de este apostolado. Hay más aún. ¿Por qué título correspondía a San Pedro el gobierno supremo de este apostolado? Porque San Pedro no era el obispo de la Iglesia madre de Jerusalén, ni menos encarnaba en sus ideas y en su proceder la tendencia judaica. Estos dos títulos evidentemente correspondían más bien a Santiago, el obispo de Jerusalén, y que muchos consideraban como el representante de la tendencia judaica. Y, sin embargo, no corresponde a Santiago, sino a San Pedro, el apostolado de la circuncisión. El verdadero título de este apostolado, distinto de los precedentes y superior a ellos, no es otro que la autoridad o jurisdicción suprema que Pedro tenía, con exclusión de Santiago, sobre toda la Iglesia de los judío‑cristianos. Y semejante autoridad, por lo mismo que no era local, era necesariamente universal. Y sin esta autoridad suprema no se explica, ni se concibe siquiera, que San Pablo y los mismos jefes de la Iglesia de Jerusalén hubieran atribuido a San Pedro la dirección suprema del apostolado de la circuncisión. San Pedro, por tanto, poseía el primado sobre toda la fracción judaica de la Iglesia.
Y de este primado judaico se sigue necesariamente el primado universal. Antes de probarlo por el testimonio de San Pablo en el pasaje que estudiamos, no serán inútiles algunas observaciones de carácter más general.
En absoluto, Jesucristo hubiera podido fundar su Iglesia sin investir a sus enviados o representantes de verdadera autoridad espiritual. Mas desde el momento que nos consta positivamente la existencia de la autoridad de la Iglesia, sería un absurdo, contrario a la voluntad de Jesucristo y al testimonio de la Escritura, suponer la coexistencia de varias autoridades independientes. La unidad de la Iglesia, que tan apretadamente recomendó el divino Maestro y que tanto inculca San Pablo, aun en la misma Epístola a los Gálatas, exige imperiosamente que el principio de autoridad existente en la Iglesia se reduzca a la unidad. Por tanto, si Pedro tiene el primado sobre la Iglesia de los judío‑cristianos, fuerza es que lo tenga igualmente sobre la Iglesia de los fieles venidos de la gentilidad. De lo contrario, faltaría en la Iglesia la unidad de régimen, tan necesaria en toda sociedad bien organizada.
Enseña además San Pablo, también en la Epístola a los Gálatas, que los judíos y los gentiles forman, es verdad, un solo cuerpo en Cristo Jesús, mas no por títulos iguales. Que no son los unos y los otros dos elementos homogéneos que se combinan por igual, ni menos los gentiles absorben a los judíos, sino, al contrario, son los judíos los que incorporan a sí y como absorben a los gentiles, para formar el Israel de Dios, como hermosamente dice el Apóstol (Gál. 6,16). Los judaizantes, a quienes combate San Pablo en esta Epístola, pretendían que los gentiles, al convertirse al cristianismo, recibiesen la circuncisión para entrar así a formar parte de la descendencia de Abrahán. A esto responde el Apóstol negando la necesidad de la circuncisión, pero concediendo y poniendo de relieve la necesidad de entrar a formar parte de la descendencia de Abrahán, lo cual alcanzan los gentiles mediante la fe y el bautismo en Cristo Jesús. En virtud de esta ley providencial, tantas veces y de tantas maneras proclamada por San Pablo, síguese manifiestamente que los gentiles, al ser asociados a Israel, han de reconocer igualmente la autoridad que en la nueva teocracia, en el Israel espiritual, ha establecido el mismo Jesucristo. De consiguiente, el primado sobre la Iglesia de los judío‑cristianos entraña en sí el primado de la Iglesia universal.
Con estos principios generales concuerdan los hechos. En ese mismo pasaje que estudiamos, San Pablo declara noblemente su actitud respecto a San Pedro. El apostolado de la gentilidad y el apostolado de la circuncisión no son dos apostolados independientes: necesitan ir de común acuerdo. Y al ponerse de acuerdo, no entran con igualdad de derechos: el apostolado de la gentilidad pide el reconocimiento y la aprobación del apostolado de la circuncisión.
Que el Apóstol de la gentilidad quiere y necesita proceder de común acuerdo con el Apóstol de la circuncisión no exige demostración ni declaración; basta para convencerse la simple lectura del pasaje. Notaremos, sin embargo, dos cosas. Primera, que San Pablo, si se ve en la necesidad de exponer su Evangelio a los personajes más caracterizados de la Iglesia de Jerusalén, no lo hace porque dude de la verdad de su Evangelio: sabía él muy bien, y nos lo asevera repetidamente, que su Evangelio lo había él recibido por revelación de Jesucristo (Gál. 1,12 y 16). Y, no obstante, se ve en la precisión de exponerlo ante los jefes de la Iglesia madre. Segunda, que respecto de los judaizantes, que eran los que de hecho ponían estorbo a su predicación, no sólo no trata de ponerse de acuerdo con ellos, sino que se les opone denodadamente y les trata con dureza, llamándoles falsos hermanos intrusos, que se habían introducido solapadamente para espiar nuestra libertad, que tenemos en Cristo Jesús, con el intento de esclavizarnos... A los cuales ‑añade Pablo‑ ni por un instante cedimos, dejándonos subyugar, a fin de que la verdad del Evangelio se mantenga incólume en orden a vosotros (Gál. 2,3‑5). Esta diferente manera de portarse respecto de los judaizantes y de los jefes de la Iglesia de Jerusalén es muy significativa: es señal evidente de que San Pablo, al ponerse de acuerdo con los jefes, no lo hace simplemente por bien de paz, sino por conciencia y para asegurar el fruto de su predicación evangélica.
Pero hay más: el apostolado de la gentilidad y el apostolado de la circuncisión, al ponerse de acuerdo, no entran en negociaciones con igualdad de derechos. Que no son los jefes de la Iglesia de Jerusalén quienes acuden a Pablo, sino Pablo a ellos. El les expone su Evangelio; ellos nada hallan que corregir ni añadir a este Evangelio: lo aprueban plenamente. Ellos, además, reconocen la misión divina de predicar a los gentiles confiada a San Pablo; ellos le dan las diestras como prenda de paz y de comunión; ellos, finalmente, ratifican el acuerdo de que Pablo evangelizase a los gentiles, y ellos a la circuncisión. No se trata, pues, de negociaciones entre dos partes iguales, sino de pasos dados por San Pablo en orden a obtener el reconocimiento y aprobación oficial de la Iglesia de Jerusalén. Y ¿para qué? El mismo Pablo nos lo dice: para no correr o haber corrido en vano, esto es, para no comprometer el fruto de su predicación evangélica. Notemos que se habla de la predicación de Pablo entre los gentiles. Si el apostolado de la gentilidad no podía ejercerse fructuosamente, ni siquiera por Pablo, que había recibido de Dios el Evangelio y la misión de predicarle, sin la aprobación del apostolado de la circuncisión, señal es que los fieles de la gentilidad reconocían la suprema autoridad del que por antonomasia era considerado como el Apóstol de la circuncisión.
Por tanto, si por una parte el apostolado de la gentilidad estaba sometido a la autoridad y dirección del apostolado de la circuncisión, y, por otra parte, la suprema autoridad y dirección de este apostolado de la circuncisión estaba en manos de San Pedro, síguese manifiestamente que San Pedro, en calidad de Apóstol de la circuncisión, era el jefe supremo de toda la Iglesia.
3. San Pedro y San Pablo en Antioquía
El llamado incidente de Antioquía, con el discurso de San Pablo contra San Pedro a que dio lugar, parece a primera vista una grave dificultad contra el primado de San Pedro. No es, pues, de maravillar que los protestantes hayan querido sacar partido de esa dificultad, que han exagerado, contra la tesis católica del primado de San Pedro. Sin embargo, mirada de cerca, esa dificultad se desvanece; más aún, se convierte en argumento positivo, más eficaz todavía que los anteriores, en favor de la tesis católica. Vamos a demostrarlo. Mas antes será conveniente reproducir el pasaje en que habla San Pablo del incidente de Antioquía. Dice el Apóstol:
Mas cuando vino Cefas a Antioquia, me opuse a él abiertamente, porque era culpable. Porque antes que viniesen ciertos [hombres] de parte de Santiago, comía con los gentiles; mas cuando vinieron, se retraía y recataba de ellos, temiendo a los de la circuncisión. Y le imitaron en esta simulación también los demás judíos, tanto que el mismo Bernabé se dejó arrastrar a esta simulación. Mas cuando vi que no andaban a las derechas conforme a la verdad del Evangelio, dije a Cefas en presencia de todos: «Si tú, judío como eres, vives a lo gentil y no a lo judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?»... (Gál. 2,11‑14).
Antes de analizar este pasaje conviene notar dos cosas. Primeramente, algunos antiguos pretendieron que el Cefas de quien se habla no era San Pedro, o bien que la actitud de San Pablo no fue de seria oposición, sino una especie de comedia convenida de antemano con el mismo San Pedro. Sin duda, estas hipótesis cortarían de raíz la dificultad. Pero no las admitimos, ni nadie las admite hoy día. Supondremos, porque es evidente, que San Pablo habla con San Pedro, o, si se quiere, contra San Pedro, y que habla de veras. Además, hablamos ahora de la autoridad de San Pedro, no de su infalibilidad. En absoluto, puede subsistir la autoridad sin la prerrogativa de la infalibilidad, como de hecho la tienen los jefes de los Estados. Notemos, sin embargo, de paso que San Pablo no ataca la doctrina de San Pedro, sino su proceder práctico. Más aún, desde el momento que ataca a San Pedro de inconsecuencia y de simulación, por el mismo caso da testimonio positivamente de que San Pedro no erró en la doctrina; si erró fue precisamente porque no conformaba sus obras con su doctrina: Queda en pie la sentencia de Tertuliano, que el error de Pedro «conversationis fuit vitium, non praedicationis» (“fue un error en su comportamiento, no en su predicación”, De praescript. 23: ML, 2,42). O, como alguien ha dicho modernamente, con un juego de palabras insinuado por San Pablo, el error de Pedro no fue de ortodoxia, sino de ortopedia[1].
Esto supuesto, examinemos ya el hecho de San Pedro y la actitud que enfrente de él toma San Pablo.
Estamos en Antioquía, cuya Iglesia estaba en su mayoría compuesta de gentiles. Poco después del llamado concilio de Jerusalén, donde se había definido la libertad de los gentiles respecto de la ley mosaica, llegó allá San Pedro, el cual, en conformidad con lo resuelto en Jerusalén, no tuvo el menor reparo en vivir y comer con los gentiles, sin atenerse, por tanto, a las prescripciones de la ley relativas a la distinción de manjares. Mas he aquí que llegan de Jerusalén ciertos emisarios, verdaderos o supuestos, de Santiago; y Pedro, temiendo a los de la circuncisión, se fue retirando del trato con los gentiles. El efecto de este medroso retraimiento fue desastroso. Todos entendieron, sin duda, que Pedro obraba no por convicción, sino por debilidad o por mal entendida condescendencia. Su actitud era, como dice San Pablo, una simulación, o, según la fuerza de la palabra original “hypócrisis”, una hipocresía, una especie de comedia. Y, sin embargo, esta simulación arrastró a los demás judíos y, lo que más maravilló y dolió a San Pablo, al mismo Bernabé, su compañero de apostolado hasta entonces entre los gentiles, el que en Jerusalén tanto y tan bien había trabajado por libertar a los gentiles del yugo de la ley mosaica. Este retraimiento de Pedro, de Bernabé y de todos los judíos, además de ser sumamente doloroso para los gentiles, ponía en serio peligro la verdad del Evangelio y la paz y la unidad de la Iglesia.
Terrible fue, sin duda, el conflicto creado por la simulación de Pedro. Pero nos preguntamos: ¿qué fuerza tan avasalladora tenía esa simulación de Pedro para arrastrar en pos de sí a todos los judíos y al mismo Bernabé? Vale la pena de reflexionar un poco sobre fenómeno a primera vista tan extraño, pues su examen nos dará una de las pruebas más eficaces y convincentes del primado de San Pedro, reconocido y acatado por todos, así judíos como gentiles.
La Iglesia de Antioquía estaba compuesta principalmente de gentiles, gozosos con el reciente decreto del concilio de Jerusalén. Ya la presencia de Pedro en esta Iglesia de gentiles no deja de ser significativa. Entre ellos, al principio, Pedro se porta como uno de ellos, sin preocuparse de las prescripciones mosaicas. Y como Pedro, los demás judíos que había en Antioquía. En semejantes circunstancias, la tímida simulación de Pedro, si Pedro hubiera sido simplemente uno de los apóstoles, hubiera suscitado los enojos, las protestas, las reclamaciones de los gentiles, y nada más. A Pedro le tocaba entonces retirarse no ya del trato con los gentiles, sino de la ciudad. Y, sin embargo, pasa todo lo contrario. Los gentiles callan; los judíos le imitan; Bernabé se desmiente a sí mismo. Además, Pedro no había pronunciado una sola palabra para exhortar a los demás a que siguiesen su ejemplo; no amenazó con anatemas; no defendió su modo de proceder. Sólo su ejemplo, negativo, tímido, simulado, contradictorio, reprensible, fue, como dice San Pablo, una coacción moral, que forzaba a todos a judaizar. Ya otros, antes del concilio de Jerusalén, habían hecho lo que ahora hace Pedro, y su ejemplo se despreció. ¿Cómo ahora el ejemplo de Pedro arrastra a todos? Y Bernabé, el amigo íntimo de Pablo hasta entonces, el de carácter tan fuerte e independiente, que poco después se apartó de Pablo, el que veía comprometido su apostolado entre los gentiles, ¿por qué cedió tan fácilmente a la simulación de Pedro? ¿Es que no se le ocurrió siquiera oponerle el decreto del concilio? ¡El ejemplo indeciso de Pedro hace más fuerza que el decreto de un concilio! Algo debía haber en Pedro para que su solo ejemplo avasallase de tal manera… Este algo no eran sus dotes personales. Humanamente, San Pablo superaba de mucho a San Pedro. Lo que daba tal fuerza al ejemplo de Pedro no era, ni podía ser, sino su autoridad suprema y universal, reconocida y acatada por todos. Su ejemplo no era imitable, mas la autoridad del que lo daba pesaba más que los decretos de un concilio apostólico.
Ante el conflicto creado por la debilidad o condescendencia de Pedro, ¿qué actitud tomó Pablo? El mismo lo dice. Vio que Pedro, inconsecuente con sus principios, no procedió en este caso conforme a la verdad del Evangelio, y era, por tanto, culpable y reprensible. Por esto se le opuso abiertamente. A esta actitud leal y decidida responde su maravilloso discurso, con el cual se propuso solucionar el peligroso conflicto. No nos interesa ahora la apreciación moral de la actitud de San Pablo, si bien pudiéramos notar la moderación y respeto con que habla a San Pedro. Lo que nos interesa son las consecuencias que se desprenden de la actitud y de las palabras del gran Apóstol de los gentiles.
Nadie que conozca a San Pablo, aun cuando no fuese más que por haber leído la Epístola a los Gálatas, dudará de la perspicacia de su inteligencia en hacerse cargo de los hechos y de las personas, ni menos dudará de la noble franqueza y resolución en decir lo que siente. En tales circunstancias, veamos lo que San Pablo dice, y lo que no dice, en su discurso contra la simulación de San Pedro. No pudo escondérsele a San Pablo que la razón de la eficacia que tuvo el ejemplo de San Pedro era la autoridad que los demás daban a su persona. En tal caso, si esta autoridad no hubiera sido legítima y verdadera, lo primero y aun lo único que debía haber hecho San Pablo era atacar esa autoridad. Y, sin embargo, San Pablo no ataca la autoridad de San Pedro. Y en tales circunstancia, el no atacarla era reconocerla. Además, San Pablo en su discurso se las ha solamente con San Pedro; esto basta para su intento. Faltan todos, y Pablo habla sólo a Pedro. No se dirige a los demás para refutar a Pedro. Es que no consideraba suficiente para solucionar el conflicto convencer y enderezar a los demás si no convencía y enderezaba a Pedro. O, mejor aún, pensó, sin duda, que no lograría convencer a los demás si de antemano no convencía al mismo Pedro. Sin esto no se arrancaba el mal de raíz. Por esto habla sólo de Pedro y sólo a Pedro. Ni tampoco menciona al concilio. Si él hubiera juzgado que la autoridad del concilio era superior a la de Pedro, el recurso más eficaz para desautorizar la conducta de Pedro hubiera sido apelar al concilio. Y San Pablo no apela al concilio, y concilio apostólico. ¿Qué hace, pues? Apela de Pedro a Pedro: de Pedro, que en un caso particular no obra conforme a la verdad del Evangelio, a Pedro apóstol y supremo depositario de la verdad del Evangelio; de Pedro vacilante e inconsecuente en el obrar a Pedro jefe supremo de la Iglesia. Grande osadía necesitó y grande osadía desplegó San Pablo al oponerse abiertamente a San Pedro; pero esta misma osadía de su actitud y de sus palabras es para nosotros la más segura garantía de que San Pablo, al no atacar la autoridad de San Pedro, al apelar de Pedro a Pedro, reconocía, como todos los demás, aunque de contraria manera, la suprema autoridad jerárquica del Príncipe de los Apóstoles. Tenemos, por consiguiente, que la actitud y las palabras de San Pablo, lejos de ser una negación práctica o una dificultad contra el primado de San Pedro, son su más espléndida confirmación. Pablo no opone a Pedro ni su propia autoridad ni la autoridad de los demás apóstoles reunidos en concilio: convencido de que el conflicto creado por la suprema autoridad de Pedro sólo el mismo Pedro, vuelto en sí, podía con su autoridad suprema solucionarlo.
Conclusión
En la Epístola a los Gálatas, San Pablo hace su propia apología: defiende enérgicamente su autoridad de Apóstol de Jesucristo, defiende la verdad de su Evangelio, defiende la santidad de su doctrina moral. Y al hacer su propia apología, Pablo hace la apología más brillante del primado de San Pedro. Pablo, además, se muestra noblemente autoritario. Su Epístola a los Gálatas no es sino un acto de autoridad apostólica. Y mientras reclama para sí la autoridad de Apóstol, combate resueltamente, sin ceder un solo punto, a los judaizantes, destituidos de autoridad. En cambio, respecto de Pedro, se rinde a su autoridad. El visita a solo Pedro, él pide a Pedro la aprobación de su apostolado y de su Evangelio, y aun cuando se opone a la debilidad de Pedro, lo hace apelando a la autoridad misma de aquel a quien se opone. Y juntamente da testimonio de que todos, lo mismo que él, se rinden a la autoridad de Pedro. Es que Pedro ha recibido de Jesucristo una autoridad única, eminente, soberana y universal. Y al reconocer esta autoridad única, San Pablo confiesa y testifica el primado de San Pedro.
Cristhian Enriquez
Apologista Catolico
defiendetufecatolica@hotmail.com